Fijamente les observo, con la distancia natural de la sorpresa, irremediablemente me detengo embobada en medio de la acera.
Nos separan unos cincuenta metros y medio, pero siento que de alguna manera formo parte de sus pasos, sus giros y casi, casi, de su alegría.
Algún que otro peatón distraído con su dispositivo electrónico al que atiende más que a lo que le rodea, tropieza.
Sigo inmóvil. Una sonrisa se esboza en mi rostro. A mi lado una señora de avanzada edad me sonríe, ambas volvemos a mirar como danzan, les observa, nos sonreímos, mientras el resto de los viandantes no reparan en ellos.
Abstraídos de todo lo que les rodea, continúan danzando al ritmo de una melodía que solo ellos comparten. Hasta que se abrazan, se besan y continúan su paseo.
La desconocida con una una sonrisa se despide con un apretón suave en mi brazo. Reímos y ladeamos la cabeza.
Retomo al camino hacia el aparcamiento y es entonces, cuando desde algún lugar recóndito, una lágrima me recuerda que quiero bailar contigo, otra vez.

